Lo ocurrido con Sheinbaum, más allá del escándalo mediático, revela que los funcionarios encargados de su custodia no tienen claro el marco legal ni operativo bajo el cual deben actuar. El agresor —porque así debe llamársele— debió ser detenido en el acto. No era una simple falta administrativa, sino un delito tipificado en el Código Penal Federal: abuso sexual en flagrancia. Cualquier ciudadano que haya sido víctima de un tocamiento indebido lo sabe bien. No se trata de política, sino de justicia elemental.
Resulta preocupante que, incluso en Palacio Nacional, nadie supiera cómo proceder. ¿Dónde quedó la preparación, la reacción inmediata, la capacidad de contención? Si el entorno presidencial no entiende los límites entre la espontaneidad del contacto ciudadano y la seguridad de Estado, el país entero queda expuesto a la improvisación. Y eso, en el contexto de violencia, polarización y crispación social que vivimos, es jugar con fuego.
Por supuesto, hay quien justificará el incidente como parte del estilo “cercano” de la mandataria. Que “ella camina entre el pueblo”, que “no se esconde detrás de vallas ni guardaespaldas”. Pero gobernar no es un acto de fe, sino de responsabilidad. Y la responsabilidad implica prever riesgos, proteger la integridad de las instituciones y no confundir populismo con vulnerabilidad. La seguridad presidencial no es un lujo ni una concesión elitista: es una obligación del Estado mexicano.
La historia reciente ofrece ejemplos de sobra. Desde Luis Donaldo Colosio hasta Enrique Peña Nieto, los mecanismos de seguridad se ajustaron con base en lecciones duras, a veces trágicas. Desmantelar el Estado Mayor pudo tener una intención política simbólica —romper con los viejos usos del poder—, pero el costo de esa decisión hoy se hace evidente: un vacío operativo que ni la Guardia Nacional ni la improvisación pueden llenar.
El mensaje que deja este episodio es doble. Por un lado, que la investidura presidencial se ha banalizado al punto de que cualquiera puede vulnerarla sin consecuencias inmediatas. Y por otro, que el propio gobierno parece más preocupado por cuidar la narrativa que por asumir la gravedad del hecho. No se trata de blindar a la Presidenta con muros ni de devolver los privilegios del viejo régimen. Se trata, sencillamente, de actuar con sentido de Estado y de respetar la ley, empezando por quienes la encarnan.
Si algo debería dejar claro este episodio es que la seguridad no admite romanticismos. Que la austeridad no puede convertirse en coartada para el desorden. Y que proteger a la Presidenta no es proteger a la persona, sino a la institución que representa.
De eso trata gobernar con responsabilidad: de no exponer al país —ni a su mandataria— a los riesgos de la improvisación disfrazada de cercanía. Porque cuando la austeridad toca la seguridad presidencial, lo que peligra no es sólo la integridad de una mujer, sino la del Estado mismo. |