Que el libro haya terminado en manos del Gobierno Federal —suponiendo que efectivamente se formalizó ese movimiento— solo podría hacerse mediante aprobación de la Legislatura de Veracruz. Así lo manda la ley. No hay interpretación creativa posible. No hay espacio para la “discrecionalidad”. No hay justificación política que valga.
Durante décadas, ese primer libro estuvo expuesto en un capelo transparente dentro del edificio histórico de Juárez y Morelos. Era un símbolo del orgullo veracruzano: aquí nació la primera institución civil de México. Aquí empezó el registro moderno de las personas. Ese libro era —y es— una pieza fundacional del derecho a la identidad.
Por eso sorprende, y preocupa, la opacidad. ¿Dónde está el documento que acredita la cesión? ¿Quién autorizó la transferencia? ¿Bajo qué argumento legal se justificó que un bien documental —irreemplazable, único, insustituible— saliera del estado? ¿En qué momento dejamos de entender que la historia no se entrega, se preserva?
Los veracruzanos tienen derecho a exigir claridad. Y las autoridades tienen la obligación de responder, no con discursos, sino con documentos, fechas, firmas y procedimientos.
El patrimonio no se regala. No se improvisa. No se politiza. La historia pertenece al pueblo, no a los gobiernos de turno.
Y si todavía hay dudas, si aún hay silencios, si aún no aparecen los instrumentos legales que respalden este movimiento, entonces lo que procede no es la defensa burocrática ni el enojo oficial, sino la rectificación.
Porque lo verdaderamente imperdonable no sería haber entregado el libro, sino permitir que, en Veracruz, la memoria se trate como un accesorio más del poder.
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