Los tianguis, desde el tianquiztli mexica hasta los de hoy, han sido algo más que un espacio de compraventa. Fueron centros de vida social, lugares donde se intercambiaban no solo productos, sino información, acuerdos, alianzas. En ellos se definía parte del ritmo político y comunitario. A diferencia del mercado moderno, que vende la ilusión de la abundancia empaquetada, el tianguis mantiene el pulso vivo del territorio, aunque algunos pretendan verlo como folclor para turistas o estorbo para la movilidad.
Lo que encontré este domingo no fue la postal para redes sociales: fue la contundente demostración de que la economía popular mantiene al país en marcha sin pedir aplausos ni subsidios. Verduras frescas a precios que cualquier familia puede pagar; frutas que aún huelen a fruta, no a refrigerador industrial; rostros que trabajan desde antes del amanecer para sostener un ingreso que los informes oficiales rara vez reconocen.
Ahora bien, también es cierto que esta tradición enfrenta amenazas silenciosas: proyectos de “reordenamiento” que muchas veces significan expulsión; reglamentos que se aplican con mano dura solo a quienes carecen de padrinos políticos; campañas que criminalizan al comerciante ambulante mientras toleran monopolios más agresivos. La desigualdad también se vende, y siempre a sobreprecio.
Lo que el tianguis de la calle Toluca nos recuerda —con la elocuencia de lo simple— es que la cultura no se preserva con discursos, sino con prácticas vivas. No basta presumir raíces indígenas mientras se desalojan espacios que representan continuidad histórica. No basta hablar de apoyo a la economía familiar si se impulsa una modernización que excluye precisamente a quienes sostienen esa economía.
Por eso conviene mirar el tianguis no como una reliquia, sino como una lección de organización social, resistencia económica y dignidad cotidiana. Tal vez sea hora de que nuestras autoridades —tan afectas a inaugurar obras vistosas— visiten un domingo cualquiera un tianguis y aprendan cómo se gestiona un espacio público sin perder el respeto por la comunidad.
Porque, al final, en esos puestos improvisados se vende algo más que productos frescos: se vende la prueba de que este país todavía tiene pulso propio. Y eso, créamelo, no tiene precio. |